viernes, 19 de febrero de 2010

Pullover



En el Parque Santa Catalina, me subí a la guagua. Enseguida reparé en su melhfa de flores. No había asientos vacíos y decidí detenerme a su lado, en el pasillo cerca de la puerta de salida. Ella me miró como si mirara a un ser querido en una vieja fotografía, con los ojos de la ternura.

Los primeros días en las Palmas, yo saludaba, Salamaleikum, cada vez que me cruzaba con una darraa o con una melhfa. Aleikumbisalam, me respondían, a veces.
Venía de la península y no acostumbraba ver tantos trajes típicos saharauis pasearse por una ciudad y el instinto me indujo a acercarme a saludar, a averiguar, a buscar Lajbar*.
Pero pronto me di cuenta que la mayoría, ni siquiera eran saharauis y los que lo eran vivían al compás que marcaba una ciudad cosmopolita, cuyos habitantes tenían los colores del arco iris y no había tiempo para detenerse y menos para curiosear o preguntar por Lajbar en este mundo urbano.
“Deja ya de saludar, chico, que no estás en el desierto” me dijo un amigo saharaui Canarión, cansado de mis salutaciones.
En una semana dejé de saludar y comencé a ignorar aquellas vistosas vestimentas que me trasladaban a mi orilla del mundo, a mi calle, a mi casa.

Aquella mañana, a pesar de que por mis venas mi sangre hervía por saludar, no lo hice. Me quedé de pie sin saber cómo reaccionar ante aquellos ojos grises y melancólicos que me buscaban el corazón.
Cuando el autobús se detuvo en su parada, la mujer se levantó y antes de bajar se volvió y mirándome a los ojos, dijo con firmeza:

Si hablas mi lengua, quiero que sepas que le doy gracias a Dios por haberme subido en esta guagua y poder ver esa bandera que llevas en el pecho.”

La mujer de la melhfa de flores desapareció por una calle de las Palmas de Gran Canaria, mientras yo me arrepentía de mi silencio.



*lajbar: noticia, información.


viernes, 12 de febrero de 2010

El mar





Cuando voy caminando por el desierto, siempre tengo la sensación de que el mar está cerca, a punto de surgir del horizonte. Supongo que debe ser un recuerdo genético, heredado de los pobladores del Sáhara que no llegaron a conocer estas doradas arenas; que no llegaron a ver esta inmensidad que parió la evaporación milenaria de las aguas que cubrían el territorio.
Quizá es el deseo inconsciente de llegar a ver qué hay detrás de la monotonía. Qué hay detrás de los espejismos.
¡El mar y la arena, qué hermosa combinación!
Cuando las olas y las dunas se besan y se acarician se puede sentir su abrazo, se puede oír su risa, mientras juegan ajenos a la tristeza y al dolor de sus hijos, los que brotamos de esa mezcla de aguas saladas y arenas doradas.

¡El mar y la arena, testigos indiferentes de cuántas alegrías, cómplices involuntarios de cuántas tragedias!

“¿Ha visto usted el mar?” pregunta el niño a la maestra.

La maestra, que se temía la pregunta, hacía ya mucho tiempo que tenía preparada la respuesta. Pero en vez de responder, preguntó.

“¿Cuántos de vosotros habéis visto el mar?”

“Yo, maestra, yo, yo, yo…” gritaron todos los niños levantando las manos.


Todos habían visto el mar, todos habían estado, al menos, en una playa. El Mar Mediterráneo, El Mar Cantábrico, El Océano Atlántico. Habían estado en todo el litoral español. Uno dijo que, también había visto el mar en Mauritania, otros dijeron que en Argelia. Era muy bonito dijeron, aunque muy salado. Era muy verde y muy azul, lleno de peces y barcos, dijeron unos; lleno de gente feliz y alegre, dijeron otros.

“¿Ha visto usted el mar?” pregunta, otra vez, el niño a la maestra.

El mar es como el desierto, sólo que en vez de arena tiene agua. El mar está en constante movimiento, como el desierto, las dunas son olas que se han secado y que perdieron el paso. La lenta imitación de un movimiento milenario que las tormentas llevan a su antojo hacia todas partes. El desierto y el mar terminan siempre en un abrazo fiel y eterno.

“Sí, he visto el mar” dijo la maestra

“¿En el Sáhara, maestra, en el Sáhara…?” preguntaron todos juntos.

El mar es un recuerdo borroso de una tarde de arenas blancas y ropa al viento; de gaviotas que surcaban el cielo azul siguiendo el rastro de un avión que se diluye en el infinito. Es un olor, ya casi imperceptible, a comida primitiva, a murmullos de vida. El mar es una niña que baila sobre un espejo de plata.

“Lo he visto hoy en vuestros ojos” respondió la maestra.











foto: http://www.bubisher.com/

miércoles, 3 de febrero de 2010

El Sol

Hay un relato del escritor y humorista cubano Héctor Zumbado, del que siempre me acuerdo y que suelo contar, a mi manera, a mis amigos.
El relato se titula El hombre que quería enlatar el sol.
Carlos Ruiz de la Tejera, también uno de los más brillantes humoristas cubanos, incorporó la historia a su repertorio de monólogos.
El hombre tenía una brillante idea, tenía un proyecto que quería desarrollar, pero acaba enfrentándose a la burocracia y al poder. Termina humillado y obligado “a dejarse de boberías”. La historia es muy breve pero tiene un final impresionante. El hombre, derrotado, arroja la lata, ésta se abre y desde su fondo comienza a amanecer.
Una emotiva imagen que infunde esperanza, pero a él le cortaron las alas, le privaron de soñar, le degollaron la ilusión.

Una tarde de verano en el campamento de Bir Ganduz, hace ya varios veranos, le conté la historia a un amigo militar que acababa de llegar de los territorios liberados (Sahara Occidental) y le gustó tanto la historia que empezó a hacer sus propios proyectos.
- A ese amiguito tuyo de Cuba, dile que se dedique a otra cosa. Conservas de mangos o guayabas, por ejemplo- dijo, abanicándose con el turbante.
- ¿Por qué?
- ¡Porque para sol, el nuestro! Aquí está el futuro.
- El futuro de la energía, quieres decir.
- ¡No, hombre, no! El de las conservas de sol.

Yo pensé que mi amigo bromeaba y no le hice ningún caso, sin embargo él continuó dándole forma a sus ideas.
- Con el permiso del cubano ese y trayendo la tecnología necesaria podemos producir millones de barriles al día y también lo podríamos exportar a través de soleoductos. Se podría intercambiar por sombra de Escandinavia ¡Sería grandioso!
- Y la arena, que nos están robando- dije yo buscando imponer algo de lógica.
- Muy buena tu idea, tenemos la arena de mejor calidad del mercado ¡Imagínate unos arenoductos repartiéndola por las playas del mundo! ¡Tu tierra en todas partes ¿no es grandioso?!
- La pesca – insistí.
- El pescado- dijo pensativo, como si de repente su imaginación hubiese encontrado un escollo insalvable- bueno sí, también, pero ese hace mucho que viene enlatado del norte. ¡No me gusta el pescado! Concluyó.

El se quedó callado, con la mirada fija en el techo de zinc que parecía quejarse del inclemente sol de verano. Estaba pensando a fuego lento.

Por la tarde, antes de irse, se quedó un momento mirándome pensativo.
- ¡Te imaginas una tormenta de arena en Escandinavia! Debe ser maravilloso.

Se levantó, se enrolló el turbante en la cabeza.
- Sólo nos falta una cosa – dijo despidiéndose – La libertad.

¿Quién teme a los sueños? Pensé.